miércoles, 19 de diciembre de 2012

Dejame escurrirme entre tus manos, deshacerme en el aire, intuirte en tu aroma, esparcirte entre helechos. Fusionarnos etereos como eternos misterios y a la vez sublimes en la compresión perfectas de dos almas. Cio.

Arrástrame















Arrástrame al amor,
Amado mío,
No me muestres más
Tus gestos de demonio
Cuando solo quieres
Entregarme tu corazón
Maldito.
Así lo quiero.
Así lo domo
Así vuelve loco
Al mío y lo
Manejo a mi antojo.





Este juego tremendo del orgullo y el enfado para no ceder a concesiones. Este absurdo juego que nos va metiendo en trifulcas triviales y a la vez nos da un poquito de sal y pimienta en la relación de pareja.

Siente como se desliza en mi piel los secretos de tus aguas, como purificas el tacto con tus salivas benditas. Tu boca, grial sagrado que me resucita, siempre dispuesta a ponerme los clavos, los blancos clavos de nieve tibia. Suspiros tenues de margaritas que por las noches me vuelve brisa. Cio.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Orgullo de familia Cada mañana mi abuela iba a la fuente por agua. A sus dieciséis años, podía ir con dos cántaros apoyados en las caderas. Caminaba hasta la Fuente del Piojo. Prefería ir a esa fuente, aunque se encontrara más lejos que la Nueva, porque un chico le dejaba una carta cada día, en el mismo lugar, con una piedrecita encima para que no se la llevara el viento. Estas cartas eran de Juan, ese muchacho mayor recién llegado a Morón. Mi abuela nunca las abría allí, porque las otras muchachas y las viejas miraban curiosas murmurando, una a una fue escondida entre la tiranta de la combinación y su carne, cerca del corazón. Juan siempre la acompañaba en su regreso, le llevaba los cántaros llenos. No hablaban de nada durante el camino, solo se miraban con vergüenza y sonreían. En pocos años, los niños gritaban por la calle que no había rey. Mi abuela y Juan ya estaban casados, era el 14 de Abril de 1931. Había llegado la II República a sus sencillas vidas, las cuáles percibían los cambios políticos como hechos ajenos a ellas. Mi abuela recogía su largo pelo de ébano según la costumbre, y lo ocultaba junto a parte de su blanca tez con un pañuelo negro, anudado al mentón. De este modo, escondía la humillación del maltrato. Estaba marcada por su marido, como una bestia. Mi abuela y Juan nunca habían hecho el amor. Juan tenía su sexualidad reprimida, llegaba a casa oliendo a alcohol y pagaba su frustración con ella. Pasaron dos años y mi abuela, golpeada y virgen, se cansó de los consejos del párroco que le decía que debía aguantarse, y de esperar que la Constitución del 1931 la ayudara. Una mañana, en la soledad de su habitación, guardó el vestido de los domingos en la canasta de los huevos, lo tapó cuidadosamente con el mismo pañuelo que días atrás tapaba sus morados y marchó hacia la casa que la vio nacer. Como la raíz desesperada de la Rosa ­ del Desierto que busca el líquido elemento para poder florecer, le preguntó a su padre: “Padre, ¿usted quiere ver a su única hija así?”, mostrándole algunas marcas, solo las que le permitía su pudor. Su padre, un tanto reacio por las habladurías de la gente, se dejó convencer por ella y por su esposa. Y mi abuela floreció como el Ademiun, después de pasar largos inviernos seca, sin hojas, pero latente. Pasaron cuatro años más, y el entorno se hizo políticamente difícil por las reformas, las huelgas y los enfrentamientos de la revolución del 1934, que desembocaron en el golpe de estado de una parte del ejército y en la Guerra Civil, con el correspondiente fin de la II República. Juan murió en la guerra. Para entonces mi abuela servía interna en la casa de un abogado famoso de Sevilla. Dicho abogado tenía una familia formada por dos niños, a los cuáles educaba en el más estricto catolicismo de la época. Mi abuela conversaba a menudo con la señora de temas religiosos en la cocina, mientras le pasaba la lista de los alimentos a comprar a los estraperlistas. La señora era una mujer sumisa, que mantenía en el más absoluto secreto el pasado “rojo” de un hermano de su padre. Preguntaba con frecuencia lo que se pensaba de los religiosos en la calle, y mi abuela le respondía sinceramente que, aunque ella no creía en curas, tampoco toleraba los asesinatos. A veces, durante sus compras, veía con sus propios ojos como el racionamiento mataba de hambre y enfermedades a las familias modestas, ya que los alimentos que se suministraban carecían del mínimo valor nutritivo. Algunas de aquellas familias “afortunadas” podían comer algo de pan, las que poseían la cartilla de racionamiento de tercera. La gente se apelotonaba en el Comedor de la Maternidad de Sevilla o recurrían al Auxilio Social. En 1941 fallecieron la madre y el hermano mayor de mi abuela por la ­ tuberculosis, dos cadáveres más que pertenecieron a la escalofriante cifra de 150.000 muertes producidas por dicha enfermedad, cada año en España. Durante esos recados, casi diarios, conoció a Benito, un hombre viudo con dos niñas pequeñas. Surgió el amor entre ambos, dejándose regar por lluvias torrenciales de placer, pero mi abuela se percató que Benito no la amaba del mismo modo que ella a él, más bien, buscaba una madre para sus hijas. Mi abuela cortó esa relación por amor propio. Siguieron cada uno por su lado. Ella esperaba que la buscara, pero no lo hizo. Lo buscó ella, pero no lo encontró. A los meses, la casualidad los juntó. Cuando se vieron ya era evidente el asunto a tratar: mi abuela enfajaba su embarazo de seis meses y volvió a colocarse la alianza. Benito se le puso de rodillas clamándole perdón, porque él se ha vuelto a casar… por sus niñas. Mi abuela no volvió a verlo más en su vida, pero me viene a la memoria esa cajita de lata negra adornada por rosas de colores, donde guardaba sus fotos. Una de ellas la sacaba cada noche al acostarse, la acariciaba con sus octogenarias manos, haciéndose acunar por la nostalgia. En cierta ocasión pude verlo. Así conocí a mi abuelo. Mi abuela comentó con gran temor a la señora de su caso. Ella la ayudó, y más incluso, cuando presentó fisura de bolsa a los siete meses. La ingresó en la Clínica de Fátima, haciéndose cargo del correspondiente gasto. A su tiempo, nació mi padre, en Marzo de 1943. Mi padre creció sin carencias, en la casa donde trabajaba mi abuela. Dormía cada noche abrazado a ella. Algunas veces al año iban a Morón en tren, a ver a la familia. Durante la estancia de uno de esos viajes falleció el padre de mi abuela. En Sevilla, y a la edad de ocho años, mi padre fue recogido en el Orfanato de los Salesianos de la Trinidad, donde le dejó mi abuela. Quiero pensar (estoy segura de ello) ­ que fue el momento más difícil de la vida de ambos. He de indicar, que existían dos tipos de situaciones en ese centro: estaban los niños que no veían a sus madres, como lo que entendemos por orfanato actualmente, y los que sí, a modo de colegio interno de beneficencia. Mi padre pertenecía a este último grupo. Mi abuelo no le había perdido el rastro a mi padre y se acercaba en los recreos, cada día, para verlo. Le pasaba caramelos de piñones a través de la reja y un día preparó una cita para que conociera a sus hermanastras. Mi padre, en su mente de niño, no lo entendía bien pero se sentía querido. Lamentablemente, el día de la cita no fue nadie. Ya no volvió a ver a su progenitor, se le secaron las lágrimas y se le endureció el corazón. En Los Salesianos permaneció hasta los dieciocho años, sacándose el título de mecánico. De aquellos años nos habla aún, y siempre que hay que salir por una bombona de gas, de cómo le caía el agua helada de la ducha, que al carecer de alcachofa, salía con bastante presión, tanto, que temía que el gélido chorro penetrase su cráneo. También sobre sus vacaciones en Jabugo con sus compañeros, clases de canto y misas. Concluyó sus estudios con un puesto de trabajo en Construcciones Aeronáuticas, el cual le duró hasta que lo llamaron al servicio militar obligatorio. Algunos volvían a casa con sus familias, otros (como mi padre) se hospedaban en una pensión. Mi madre vivía en la calle Ruiz de Gijón, en una casa de vecinos junto a sus padres y sus diez hermanos. Dormían en dos habitaciones con derecho a cocina. La pensión donde se quedaba mi padre estaba muy cerca, situada en la calle San Luís. Mi padre conoció a mi madre, cuando ella llevaba una docena de gorras en cada mano. Las trasladaba desde su casa hasta una tiendecita de sombreros de la calle San Eloy. Tales ­ gorras (de seis “cascos”) eran confeccionadas por la madre de mi madre y sus hermanas mayores. El día que mi abuela falleció, muchas personas que asistieron al sepelio se preguntaron el por qué ella y mi padre compartían el mismo primer apellido, como si fuera un secreto impronunciable. La razón es muy fácil para quién conociera a mi abuela: por dignidad, por amor propio o hasta por orgullo, pues en su cajita de lata negra con rosas de colores pintadas, se podían leer largas cartas con líneas de arrepentimiento por parte de Benito, mi abuelo, pidiendo que mi padre llevara sus apellidos, ya que… no volvió a tener otro hijo varón.

domingo, 19 de febrero de 2012

Lágrimas de luz eterna.. rescatado de mis 13 años...

Entre lágrimas de luz eterna, de ojos callados de esperanza tierna, de verdes prados y de agua fresca, muertos recuerdos sobre la grandeza.Y de la pureza, quisiera saber,que escondida ésta,
se puede creer, que es pura alma donde no entra el cuerpo ni solo una vez, en el solemne silencio, que marca la calma... sintiéndote.


Es curioso cuando la memoria te devuelve estos textos adolescentes.

miércoles, 22 de junio de 2011

"Lo que nunca nos pasó"Mi primera pequeña pieza teatral. Fragmento.

imagen de Victoria Francés.
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Anabel: Moriría en tu abrazo tierno, así como se abrazan las sirenas y lamería las heridas que te hice... Sin embargo !echa el mundo a rodar, qué más da!

Abril: Anabel, no llores... piensa que nadie puede alterar nuestro mundo, nuestro pequeño rincón..., y es que la fantasía es tan valiosa!. No nos hace falta estar juntas ahora, en otra vida, en otro tiempo, en otras circunstancias...

Anabel: No tenemos culpa que seamos mujeres, ni que esté casada..., lo que hemos vivido puede arrancar esta ilusión de vernos y sentirnos. Antes estábamos a tiempo, en esos primeros pasos que anduvimos, cuando aún estábamos a salvo y podíamos dar marcha atrás. Recogí tus notas, tus poemas, tus halagos y nacieron en mí estos sentimientos que debo esconder. Ahora el dolor existe y la pena se engrandece en estos momentos en los que la sensatez gana la batalla.

Abril: Fueron sinceros y aún lo son. Si tú quisieras podríamos ir a Londres juntas. !Vámonos!

Anabel: Pero... ¡ es tan bello sufrir por amor!
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imagen de david delamare